Los vivos, los muertos, los santos

2022-11-01 14:10:58 By : Mr. Tony Lu

Se globalizaron, se mezclaron, se convirtieron en mazacotes de mazapán, dulces, relicarios, escobas, esqueletos, fiestas, caravanas en motos desenfrenadas y asesinas, pretexto para drogar jóvenes. Ya no se sabe muy bien, o por lo menos me sucede a mí, quiénes son los santos, los vivos, los muertos. Un ritual celta de más de tres mil años donde se encendía hogueras para iluminar la última noche de luz y dar paso al invierno, y recordar ‘fantasmas’ y difuntos, en 1920 se oficializó en Estados Unidos como una fiesta de brujas, dulces, escobas y máscaras. En México hace más de ochocientos años celebraban los indígenas Nahuas un ritual dialéctico (se le adelantaron un poco a Marx), en el que la muerte era un ciclo constante, como la siembra, en la que hay que sepultar la semilla en la tierra para volver a cosechar. Los españoles mientras tanto, antes de la Conquista, desde el Siglo XI tenían muy definido el 1 y 2 de noviembre como los días de ‘Todos los santos’ y el día de Los Difuntos. El 1 era dedicado a los niños fallecidos, el 2 era para los adultos. Y, curiosamente desde el 28 al 30 de octubre se los dedicaban a los muertos en accidentes u otras tragedias y a los que murieron sin bautizar y estaba condenados a deambular eternamente por un lugar llamado Limbo. Las iglesias se llenaban de reliquias, restos humanos, sagrados tesoros, y los creyentes acudían en masa con ofrendas, dinero, oraciones y ‘mea-culpa’ para buscar el perdón y evitar el infierno hirviendo. También, en los templos se ofrecían alimentos en forma de huesitos, de esqueletos o de cráneos, para adornar ‘las mesas de los Santos’, regalando dulces y pan. Durante la conquista, ni bobos ni perezosos, los españoles llevaron todos estos rituales a Veracruz y cuadraron fechas para celebrar estos rituales en un sincretismo ejemplar en el que caben todas las creencias. Lo mismo en Guatemala, Ecuador, Perú. Ya en 1883 los cementerios, por estas fechas se convirtieron en sitios de reunión de vivos y muertos en el que se comparte comida, bebida, charlas, lágrimas y chismes. Fogatas en los campos, velas en las ventanas, dulces, escobas, calabazas. Recuerdo hace muchos años, en el cementerio indígena de Cayambe, en Ecuador, madrugué a la tumba de Domingo Dominguín. En un momento dado creí que deliraba. Nubes de incienso se mezclaban con una procesión de indígenas llevando canastos repletos de pétalos de rosas, otros llenos de alimentos, un cura cargaba la Cruz a cuestas, orando en latín y esparciendo agua del hisopo. Me sumé a la caravana, y recorrí esos pequeños túmulos de tierra con flores de plástico. Me senté a compartir en algunas y comí llapingachos. Me aceptaron. A lo mejor bebí chicha, no recuerdo. Regresé después a mi tumba llena de claveles y también dialogué con ese amor enterrado bajo el volcán.

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